Viernes 19 de abril. Una marea de pibes y pibas se agolpan en la puerta de Obras. Todos quieren ver a la banda del momento. Por un lado, los viejos marineros que navegan sus canciones en las turbulentas aguas de un océano under lleno de sótanos y cuevas, por otro, un montón de adolescentes que quieren vivir en carne propia ese tsunami llamado Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Ninguno sabe que están a punto de ser testigos de un hecho social, político y cultural que marcará para siempre la relación entre el rock, el Estado y las fuerzas del (des) orden.
Walter Bulacio tiene 17 años, todavía no votó para presidente, ni tiene un trabajo formal. Ni siquiera es mayor de edad. Vive en Aldo Bonzi, barriada emblema del conurbano bonaerense que agrupa ricoteros que sin proponérselo con el tiempo serán sujetos sociales involuntarios que la sociología progresista definirá como “cultura tribunera-rockera”, y “rock chabón”, un sello de agua que acompañará a los Redondos hasta último de sus días como uno de sus rasgos más distintivos, criticados y sobre analizados por propios y extraños.
Bulacio es un pibe de conurbano. Un hijo de obreros nacido y criado en un hogar de laburantes. No tiene dinero para comprar la entrada. La abuela Mary sabe de su fanatismo y con unos pesos que le sobran de sus magros ingresos le prestará los 120.000 australes para comprar la entrada. Walter comprará su boleto de ingreso correrá contento y feliz para subirse a uno de los tantos micros escolares que parten de Bonzi y tienen como destino llegar al Templo del Rock.
En la ida será uno más mezclado en la multitud. Al regreso, será la excepción macabra de la regla. Todos volverán a sus casas menos él. Sus padres lo esperarán hasta que lo inevitable se vuelva realidad y se pregunten una y otra vez:
¿Qué pasó con nuestro hijo? ¿Dónde está? ¿Quiénes se lo llevaron? ¿Por qué?
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El retorno de la democracia todavía no había cumplido su primera década. Las fuerzas policiales, la opinión pública y buena parte de los medios tradicionales de comunicación (por no decir todos) todavía abonan los comportamientos de masas con la vieja lógica procesista. La policía amparada por un Estado complaciente conservaba en su ADN más intrínseco la modalidad de las detenciones arbitrarias, llamadas popularmente “razzias”, los apremios ilegales policiales y la demonización social y cultural del consumo de drogas. Un porro en el bolsillo podía ser causa suficiente para padecer un proceso judicial, una noche en un calabozo o una paliza de cualquiera de los oficiales de turno, todos hechos cotidianos que permanecían romantizados, socialmente aceptados y validados por los resortes judiciales de un estado que estaba a punto de ser desguazado por completo.
El jefe del operativo policial para contener a los fanáticos de Patricio Rey era el comisario Miguel Ángel Espósito, Un cuadro policial de la vieja escuela entrenado para organizar represiones en los River-Boca que carecía del marco teórico y práctico para entender que un fan del rock no necesariamente era un hincha de fútbol, integrante de una barra brava, o un delincuente de ocasión. Para llevar adelante su plan puso a disposición de la (in) seguridad pública un batallón de policías a caballo que repartían sablazos a diestra y siniestra, camiones hidrantes, patrulleros de todo tipo y color, los clásicos sérpicos mezclados entre la muchedumbre y un puñado de colectivos de línea vacíos que estaban al servicio de la Federal prestos a ser llenados con pibes y pibas que serían detenidos arbitrariamente.
Bajo estas prácticas recurrentes y habituales, el caos llegaría como un efecto dominó tras combinarse tres factores que articulaban entre si: el apuro normal por entrar al recital y la ansiedad de los que llegaban tarde, la habitual violencia policial y una ausencia de una seguridad que ordenara los ingresos. Todo eso combinado generó el cóctel explosivo que desataría la cacería criminal.
El resultado de las actuaciones policiales en las inmediaciones de Obras arrojó un saldo de 73 mayores y 11 menores detenidos arbitrariamente por la Federal bajo el pretexto de una razzia que tuvo como objetivo “ajusticiar” un par de bares que no pagaron la correspondiente “cuota” a la Comisaría 35° (epicentro del operativo policial) y a pibes y pibas que desde la miope mirada policial “afectaban el orden establecido”. Muchos de los detenidos ni siquiera pasaron por los registros oficiales y el libro de entradas ya que fueron liberados entre apuros y pedidos de clemencia tras apelar por algún conocido policial o político, o por la misma saturación de los espacios comunes dentro de la Comisaría 35°. El modus operandi era el mismo en todo evento masivo: para detener mayores se aplicaba la figura de Averiguación de Antecedentes (AA en la jerga policial) y para los menores regía una zona gris policial llamada “Memo 40”, que facultaba al comisario de la seccional con funciones de juez en detrimento de la legislación vigente que obligaba a actuar a un Juez de Menores.
Según la reconstrucción del hecho, Walter Bulacio fue golpeado en su ingreso a la comisaría con un bastón o macana presumiblemente entre el trayecto que unía la puerta de ingreso de los detenidos a la seccional con la “la sala de menores” que era un calabozo sin ventanas. El libro “Sangre Azul” de Rolando Barbano reconstruyó la escena con datos técnicos que obran en la causa judicial:
“Walter es conducido por un pasillo hacia el calabozo de menores. Es uno de los últimos que entra y se lo ve golpeado y mareado. El policía Fabián Sliwa argumento que vio cuando un sargento y un agente lo arreaban por el pasillo a los golpes. Cuando el comisario Espósito (el mismo que coordinaba el operativo) se cruzó con Bulacio le pegó un par de palazos en la cabeza para que apura el paso. A la mañana siguiente, solo tres de los once menores detenidos aún permanecían en el calabozo. Bulacio empezó a convulsionar y a vomitar y los otros dos pibes asustados empezaron a gritar para llamar a los agentes”.
Con el primer sol de la mañana, a Walter lo trasladan de urgencia al Hospital Pirovano. Todavía estaba con vida y caminaba por sus propios medios. Uno de los dos pibes que compartía calabozo con él fue quien alertó a los agentes. Lo hicieron limpiar el vómito y como premio lo dejaron en libertad. Era amigo de Walter, pero los policías no lo sabían. Gracias a él, la familia de Walter se anoticiará de la suerte que corría su hijo. A partir de ahí, comenzará el peregrinaje de los padres y la cadena de silencio que será el denominador común entre sus torturadores. Graciela y Víctor Bulacio se apersonan en la comisaría 35° alrededor de las diecinueve horas. Ahí son informados de la situación clínica de su hijo, pero bajo un pretexto infame y falaz que intenta configurar un marco de duda sobre el estado toxicológico de Walter:
-Su hijo este internado en el Pirovano porque estaba drogado y borracho.
Hacía allá fueron pero cuando llegaron no lo vieron. Descompuesto el aparato de rayo X los médicos decidieron trasladarlo al Hospital Fernández. Cuando sus padres finalmente llegaron se anoticiaron que lo habían devuelto al Pirovano. Un médico del Fernández logro cruzar un par de preguntas claves con Walter:
-¿Te pegaron en la cabeza?
-Si.
-¿Te acordás quien fue?
-La policía.
Recién a las 23 horas los Graciela y Víctor dieron finalmente con su hijo. Walter ya tenía dificultades para hablar y apenas hacía gestos con la cabeza mientras agonizaba en una cama de la guardia del Pirovano.
-¿Fue la policía, hijito?
-Si (hizo con su cabeza con el último rapto de fuerza que le quedaba).
Fue el último rescate emocional que tuvo. A partir de ahí entro en un coma profundo que finalmente terminó con su muerte. La partida de defunción tiene fecha 26 de abril de 1991, siete días después de su detención arbitraria. La detención, tortura y muerte de Walter Bulacio generó una crisis política e institucional sin precedentes. A partir de ahora, la Policía será el enemigo declarado de la juventud en recitales, marchas y canchas de fútbol, y se unirá bajo un canto de guerra que continúa hasta hoy:
Yo sabía, yo sabía, a Bulacio lo mató la policía
Procesalmente hablando, la comisaría jamás aviso a la familia de su detención ni tampoco comunicó la misma al Juez de Menores de turno. Bulacio fue detenido ilegalmente, golpeado, torturado, y alojado en una celda sin ventana sin respetar ninguna garantía constitucional. Los vicios de la Dictadura más presentes que nunca. Los años que siguieron al asesinato de Bulacio, mucho tuvieron que ver María del Carmén Verdú y la indispensable CORREPI que documento, litigó y representó a todas las víctimas de la violencia policial a lo ancho y a lo largo de Argentina.
El asesinato de Walter Bulacio generó que la Corte Interamericana de DDHH que demandará al estado argentino y lo instara a derogar todo el sistema construido sobre de detenciones arbitrarias pero los culpables salieron indemnes.
El comisario Miguel Ángel Espósito nunca pagó por lo que hizo. Un mes después de la muerte de Bulacio, fue detenido y llevado a Tribunales. En menos de dos horas quedó en libertad gracias al buffet de abogados provisto por la cúpula de la Federal y el Ministerio del Interior de Carlos Corach. El pacto de silencio policial y la complicidad judicial instalaron que a Bulacio lo mato la combinación del rock y un aneurisma congénito.
En 1994 el “Caso Bulacio” llegó a la Corte Suprema. Dos años más tarde fue enviado a juicio. A Espósito lo defendió el prestigioso y costoso abogado Pablo Argibay Molina quien se tomó una década en responder la acusación de su cliente. En 2002 la (In) Justicia Argentina dio por finalizada la causa pero en 2003 hartos de tanto manoseo y desidia judicial, la familia Bulacio demandó al Estado argentino ante la CIDH (Corte Interamericana de Derechos Humanos) que les dio la razón y obligó en 2004 a que la Corte Suprema de Justicia argentina reabriera la causa. En 2009 la defensa del Comisario Espósito tuvo que volver a dar explicaciones y finalmente el 8 de noviembre de 2013, VEINTIDOS AÑOS DESPUÉS, se emitió una orden de tres años de prisión en suspenso por “Privación ilegítima de la libertad” de Walter Bulacio.
La sentencia no sirvió para nada. El padre de Walter, Víctor murió sin conocer la condena, la abuela Mary (la que le dio el dinero para comprar la entrada) no supero la depresión y partió en 2014 y Graciela, la mamá, que sufría ataques de pánico ante cada manoseo judicial, eligió mantenerse en su casa tras no soportar la vorágine diaria del juicio. Su hermana Tamara, a pesar que nunca lo llego a conocer, fue la que mantuvo encendida la llama de la lucha y recogió el legado de sus padres y abuela.
A 33 años de su asesinato lo único que continúa vivo es su memoria y la lucha incansable por continuar viviendo en la Argentina del Nunca Más. El Caso Bulacio marcó un antes y un después para toda la sociedad civil y demostró que lo único que el Estado no podrá asesinar jamás es la memoria.