Ausencia de rampas. Transbordar dos ascensores para bajar al segundo subsuelo donde se encuentra la plataforma. Elevadores sucios, en los cuales apenas se abre la puerta, y debido al encierro, el olor a orina nos descompone. Desniveles. Escaleras mecánicas que no funcionan o que no existen. Esta es la realidad que tienen que vivir todos los días, las personas que tienen algún tipo de discapacidad que les dificulta movilizarse.
El miércoles, apenas pasado el mediodía, nos retiramos de la radio con Josefina, una joven que –debido a las lesiones medulares incompletas que tiene- depende de su silla de ruedas y de la asistencia de una enfermera. Sostenerse de pie y caminar sola son acciones complejas para las que necesita ayudarse con elementos ortopédicos. Para ella, el hecho de salir a la calle es una peripecia que se repite cualquier día, no importa a qué hora.
Cuando salimos del edificio y nos dirigimos hacia la estación Callao, al menos yo, nunca imaginé que un viaje bajo tierra de –máximo- veinticinco minutos podría resultar tan agotador. No me refiero al tiempo, ni a la cantidad de gente aglomerada en los coches. Cada obstáculo que tuvimos que superar me hizo recordar a las diferentes instancias y pruebas del juego Super Mario Bros de Nintendo, cuando salió al mercado en la década del ochenta.
¿Cómo se explica que para descender a un segundo subsuelo haya que tomar un ascensor, salir, atravesar el sector de locales comerciales, para luego subir a otro que nos deje en el andén?
Al intentar ingresar al vagón, nos encontramos con personas que, simplemente, no nos facilitaron el acceso. No es fácil, para quien no está acostumbrado a llevar una silla de ruedas, maniobrar en ángulos cerrados. Mientras sonaba la alarma indicando que las puertas estaban a punto de cerrarse, nosotras estábamos empujando para destrabar la rueda que había quedado inmovilizada, debido al desnivel entre los pisos del andén y del vagón.
Dos estaciones después, llegamos a Carlos Pellegrini. Salimos con el envión requerido para no bloquearle el paso a quienes estaban detrás de nosotras. Nos quedamos esperando –en vano- que se desagotaran un poco los pasillos de circulación. No hay ascensor, por lo tanto tuvimos que ingeniarnos para subir por escalera mecánica, sosteniendo la silla, entre dos, con fuerza, para que nuestra compañera no se resbalara hacia atrás.
Cuando llegamos al primer subsuelo, tuvimos que ser muy rápidas porque el movimiento de gente era constante en la intersección de las líneas B, C y D. Me acerqué a consultarle a un empleado de Emova (empresa que gestiona los servicios del subte), quien nos respondió que no podía ayudarnos debido a cuestiones de salud que le impedían hacer un esfuerzo semejante, pero que “ahí no más” ubicaríamos a personal de GEA. Es el Grupo Especial de Asistencia que opera en la red subterránea de Buenos Aires. No sé dónde queda el “ahí no más” porque nunca lo encontramos. Dada esta situación, seguimos caminando bien cerca, entre nosotras, para evitar que alguna persona absorta en su celular, nos llevara por delante, o para evitar que alguien se cayera sobre la muchacha, porque nos trasladábamos más lentamente que el resto.
Sabíamos que nos esperaba la difícil tarea de subir los ocho escalones para alcanzar la altura del andén de la línea D ya que, allí tampoco hay ascensor, ni rampa ni escalera mecánica, a pesar de la importante afluencia de usuarios. Luego de gritar –sí, literalmente, “gritar”- pidiendo que alguna persona nos ayude, se acercaron dos hombres y así fue que entre cuatro pudimos elevar la silla de manera pareja y estable con Josefina sentada. En ese momento, pasaron por nuestra izquierda dos de los brigadistas de GEA, ataviados con sus uniformes y sus implementos. Nos miraron pero siguieron su camino.
Evitar ser empujadas por la gente que circulaba por el angosto andén de la línea D, tanto en nuestro mismo sentido como en el contrario, fue aterrador. Sin embargo, cuando llegamos a la unión con el tramo viejo correspondiente a la línea C, donde se hace un embudo, la sensación de desesperación fue aun mayor. Sin duda, es mucho peor para quien siente el golpe de bolsos y mochilas en su cara, a causa del amontonamiento, y no puede evitarlos ni frenarlos. En el caso de Josefina, la movilidad y motricidad fina de sus manos está limitada.
De repente llegamos a un corredor nuevo, mucho más espacioso, que corresponde a la línea C, estación Diagonal Norte. Sabíamos que allí teníamos que bajar al siguiente subsuelo, en ascensor, pero no vimos la cartelería correspondiente que nos indicara dónde se encontraba. Nos topamos de frente con la escalera mecánica y nos detuvimos. Era impensable bajar a nuestra amiga con la silla de ruedas, ni parada ni en brazos, al menos para nosotras que tenemos contextura pequeña. Más sencillo y menos riesgoso habría sido pararnos en el borde de un precipicio. De solo pensar que tendríamos que haber sostenido la silla, con más de la mitad del diámetro de las ruedas en el aire, nos angustiaba.
Alguien –no llegué a ver quién, pero se lo agradezco- nos gritó “el ascensor, acá”. Como si hubiéramos descubierto un tesoro, se transformó la expresión en nuestros rostros… hasta que la puerta se abrió y el vaho nos dio una trompada en la cara. Esta vez, el olor a orina estaba mezclado con lavandina. Desafortunadamente, no encontramos lugar donde ubicarnos para evitar pisar el charco que ocupaba gran parte del piso.
Llegamos al andén de la línea C y abordamos el vagón: teníamos tres estaciones para relajarnos y tomar coraje para la salida. Nunca me había percatado de la incomodidad del barral vertical, que está ubicado en la intersección del pasillo que recorre cada coche a lo largo, y los accesos a las puertas. Nos ubicamos donde pudimos, concientes de que estábamos bloqueando el paso. Arribamos a la cabecera de Retiro y dejamos que saliera toda la gente que estaba visiblemente apurada, para no entorpecer la circulación. Salimos por la puerta de emergencia y nos dirigimos hacia la izquierda, en busca del último ascensor para emerger a superficie. Nos dimos cuenta del hedor una vez que estuvimos adentro y las puertas se cerraron. No recuerdo haber necesitado con tanta desesperación una bocanada de aire fresco.
Según la información brindada por las apps sobre medios de transporte, este trayecto que une las estaciones Callao y Retiro de las líneas B y C respectivamente, con la combinación incluida, se completa en aproximadamente veinte minutos. A nosotras nos llevó cincuenta y ocho.
¿Cómo se puede hablar de inclusión cuando una persona con dificultades para movilizarse no puede realizar un trayecto completo en un transporte público por sus propios medios? Si no hay ascensores en todas las estaciones es imposible acceder a los servicios del subte. Las escaleras mecánicas no son la solución para todas las personas con discapacidad motora. Y en el caso de que lo fueran, o bien no hay, o están fuera de funcionamiento.